Andrea Perdoni
Vivimos en un mundo globalizado en el que cada vez más se pone de manifiesto la interconexión que existe entre todos los seres humanos. Las redes sociales, la televisión, la radio y otros medios convencionales permiten una conexión casi instantánea entre personas distantes. Algo que no era concebible un siglo atrás es hoy una realidad. Los seres humanos conformamos una inmensa red en constante intercambio. Lo que publicamos, decimos y pensamos tiene hoy canales por los que fluir abarcando el mundo entero. Así, nos afectamos mutuamente de modo permanente e incalculable
La humanidad podría entonces asemejarse a un cuerpo. Así como la sangre lleva nutrientes a cada órgano, a cada célula, la información corre por las redes sociales, transmitiendo conceptos, ideas y percepciones que le dan sentido al mundo que conocemos. Nuestra realidad se nutre de todos estos elementos que compartimos, seamos conscientes o no.
Bahá’u’lláh, profeta fundador de la fe bahá’í, afirmó que somos una sola alma. Alma en griego es psique, esa realidad intangible constituida por las vivencias, las palabras, los recuerdos, las ideas y pensamientos, que enmarcan nuestra realidad humana, de sentidos y sentires y que hoy está entramada claramente en esta red que nos abarca a todos.
Las enfermedades del cuerpo de la humanidad
¿Qué sucede si por las venas y arterias del cuerpo de la humanidad en lugar de transportar nutrientes transportamos tóxicos, sustancias en descomposición, plásticos…? Sin duda no somos inmunes, nos debilitamos y enfermamos. ¿Y qué sucede si el alma se enferma? Como estamos conectados, todos somos afectados. Así como la pandemia puso de manifiesto que lo que sucede en Wuhan, China, se transmite a todo el planeta, así nos afecta también la información, así se trasmiten y multiplican las ideas. Y ¿cómo sentimos que es nuestro estado como humanidad? ¿Nos sentimos sanos o enfermos de múltiples males? A pesar nuestro, sin quererlo, sin buscarlo conscientemente, creo que para todos es visible que estamos enfermos de múltiples males.
De entre todos estos males, muchos lejanos a nuestra esfera de acción, hay uno particularmente venenoso, corriendo por las arterias de información del cuerpo de la humanidad, que sí está en nuestras manos cambiar. Inmensamente nocivo y pernicioso, el hábito de juzgarnos unos a otros, de medirnos como si tuviésemos una regla precisa, de criticarnos constantemente, está profundamente arraigado en nuestra sociedad. En cada like, comentario y publicación o en la ausencia de los mismos, a veces de manera sutil e inadvertida, en los programas, en los discursos, ¡hasta en el humor! es frecuente que encontremos un juicio, una opinión, una crítica o una condena. Es posible que no seamos conscientes de cómo nos afecta esto, o que incluso lo hayamos naturalizado; sin embargo, siempre nos daña y nos degrada. Por este camino, entramos en alerta, porque nosotros mismos podemos a cada instante ser “ese” o “esa” … que erró, que falló, que no estuvo a la altura de la mirada de ese juez y queremos huir; o del otro lado, somos el juez que se indigna porque “tal hizo… y es un…, o una…” y reaccionamos atacando.
Cómo reaccionamos frente al peligro
Hoy tenemos también gracias a la tecnología que hemos desarrollado, cabal conocimiento de los efectos en nuestro cuerpo de este juicio bajo el que vivimos. Nuestro cuerpo, maravillosamente diseñado, está preparado para responder al peligro instantáneamente: huimos o atacamos. Si estamos en un terremoto, o nos ataca un león, tendremos cinco veces más velocidad y fuerza. ¿Cómo sucede esto?
En el sistema límbico, en nuestro cerebro, se encuentra una glándula con forma de almendra, llamada amígdala, también de la conoce como “el órgano del miedo”, porque cuando sentimos esta emoción da la señal de alarma, y se lo llama “el secuestro de la amígdala”, porque “secuestra” toda nuestra energía para distribuirla allí donde será necesaria para defendernos, para huir o atacar. Es un mecanismo de supervivencia regulado por el sistema autónomo, no por nuestra voluntad. El corazón comienza a latir más rápido para llevar el oxígeno, la sangre a los miembros superiores e inferiores, para pelear o correr; el sistema digestivo se enlentece porque su sangre es redistribuida también para satisfacer las necesidades del alto gasto de energía que significa huir o pelear frente a un peligro; la corteza prefrontal, donde se llevan a cabo todos los procesos de nuestra “inteligencia superior” se desconecta, dado que consume aproximadamente 20% de la sangre de nuestro cuerpo. Así también, el sistema endócrino, e inmunológico y cada órgano de una unidad funcional que es nuestro cuerpo, modifica sus funciones para responder a la amenaza. Toda la energía es redistribuida con este fin y de estar en un terremoto o frente a un león, puede hacer la diferencia entre la vida y la muerte.
Ahora bien, ¿qué sucede si vivimos amenazados, constantemente en alerta, por lo que se dirá, o se pensará de nosotros?
A nivel físico, el corazón bombeando aceleradamente de modo permanente, eleva la presión y, con el tiempo, aparecen los problemas en el sistema, aneurismas, trombos, isquemias, fallas cardíacas; la inflamación de los músculos produciendo las fibromialgias, las contracturas, los dolores de cabeza, mareos; la digestión enlentecida con la acumulación de desechos en nuestros intestinos, la distensión abdominal, colon irritable, úlceras, la alteración de la microbiota y la consecuente alteración, junto a muchas otras, de la producción de serotonina fundamental para el sueño, el bienestar físico y el buen humor; nos enfermamos con facilidad por la debilidad de nuestro sistema inmune… La lista no tiene fin y en ella vemos reflejados los padecimientos de nuestra época.
Más aún, en estado de alerta hay una pérdida mayor, porque al desconectar la corteza prefrontal perdemos exactamente lo que más necesitamos para resolver los desafíos humanos: nuestras capacidades intelectuales, la creatividad, la reflexión. Los peligros que nos amenazan no son cotidianamente terremotos o leones, sino ideas y pensamientos, “realidades”… En su mayoría, producto de juzgar y ser juzgados, de la visión crítica, negativa. Así padecemos pandémicamente de los desequilibrios en nuestro cuerpo de vivir “estresados” en un mundo que se vuelve hostil a nuestros ojos.
Las palabras también pueden sanar
Estar conectados no es en sí mismo algo negativo, también puede ser la mejor de las oportunidades. Todo este poder es también una capacidad que puede ser puesta a nuestro favor.
Bahá’u’lláh dice:
“Cada palabra está dotada de espíritu; por lo tanto el orador y expositor debería emitir sus palabras cuidadosamente en el momento y lugar apropiados, puesto que la impresión que produce cada palabra es claramente evidente y perceptible. El Gran Ser dice: Una palabra puede compararse con el fuego, otra puede compararse con la luz, y la influencia que ambos ejercen está manifiesta en el mundo. (…)
Y además Él dice: Una palabra es como la primavera, pues es la causa de que los tiernos renuevos del rosedal del conocimiento se tornen verdes y florecientes, mientras que otra palabra es como veneno mortal.”
Bahá’u’lláh, Tablas de Bahá’u’lláh,
Tabla de Maqsúd, pag. 164
Hoy se ve con toda claridad la realidad de estas palabras. Nuestros juicios, nuestras palabras de crítica y su fruto, la murmuración, constituyen un veneno mortal como queda demostrado por todos los procesos que se desencadenan descriptos más arriba, nocivos para nuestra salud física y mental, para nuestro bienestar individual y social.
¿Qué sucedería si en lugar de criticarnos, nos entrenáramos en apoyarnos, en cooperar unos con otros para ayudarnos cuando nos equivocamos, para darnos ánimo y confianza cuando sentimos que no somos capaces? Sin duda, nuestras palabras serían como la primavera, y nuestra mejor versión encontraría fuerzas para florecer.
El impacto de las palabras a nivel individual y social
Toda la red que nos conecta expandiría esta primavera, y en lugar de un virus, encontraríamos defensas, en lugar de sentirnos agotados, tendríamos energía y fuerza en la unidad, nuestras capacidades de reflexión, memoria, creatividad, empatía, aumentarían y sus resultados también. Sanos, produciendo serotonina, oxitocina, dopamina, endorfinas y todos los neurotransmisores que nos permiten sentir a nivel físico bienestar, agilidad, lucidez, motivación… al recibir apoyo unos de otros, al tenernos compasión, al ser indulgentes y no jueces. “Amarnos unos a otros”, en lugar de juzgarnos unos a otros.
¿Podemos imaginarnos cuál sería nuestra capacidad si a nivel mundial en lugar de juzgarnos nos ayudáramos, si en lugar de criticarnos cooperáramos, si en lugar del egoísmo de pensar en nosotros mismos pensáramos en el bienestar del otro, con la certeza de que también es el nuestro?
Entonces… ¿podemos cambiar el mundo?
Andrea Perdoni es licenciada en psicología, docente universitaria,
con amplia experiencia trabajando con jóvenes.
Miembro de la comunidad bahá’í de La Plata